El traje
Así como el traje de flamenca afirma el cuerpo, realza las carnes y favorece a casi cualquier mujer, el traje de corto –la contrapartida masculina para todo sarao que requiera caballería, guitarreo y Tío Pepe– es implacablemente cruel con la gran mayoría de los hombres, a los que divide indefectiblemente en dos grupos: matadores y picadores. Es decir, estilizados galanes de cuerpo apolíneo para los que el traje no es más que una segunda piel y panzudos cuellicortos a punto de reventar las costuras.
Yo tenía claro que pertenecía al segundo grupo, pero aún así hice dos días de ayuno antes de presentarme en la residencia sevillana de mi anfitrión el primer miércoles de junio para probarme las calzonas y la chaquetilla típicas del jinete andaluz que peregrina en estas fechas hasta la ermita del Rocío en Ayamonte, Huelva.
No se precisa demasiado disfraz para quien va a pie o en carreta al Rocío, bastan pantalones largos y cualquier camisa, vale hasta un polo (la camiseta ya no), pero la etiqueta es rigurosa si uno quiere subirse a un caballo, que es la mejor manera de navegar este caudaloso río de gentes que siguen a la virgen por los campos de Andalucía. El jinete rociero confía su atuendo a oficios a punto de desaparecer y a pesar de los calores se viste con varias capas, de arriba abajo: sombrero cordobés, chaquetilla corta atada solamente por el botón superior, camisa azul o blanca abotonada hasta el cuello, una medalla de la virgen del Rocío colgando, calzonas abrochadas por encima del ombligo, tirantes, un pañuelo de seda atado sobre la pretina de las calzonas y protegiéndolas del roce de los zahones de cuero, y en los pies unos botos. Este uniforme admite sutiles variaciones de diseño, las chaquetillas pueden ser de hilo blanco, de tela azul o gris, de rayas gruesas, hay zahones sencillos de cuero liso y otros más ornamentados que suelen ser herencia de un tatarabuelo, y cuyos repujados más finos están hechos con piel de gato por talabarteros que desollaban felinos con la conciencia tranquila en esos tiempos anteriores Hello Kitty y los Aristogatos.
El anfitrión tocayo
Cabe quizás emprender una digresión para explicar cómo llega este servidor de origen vasco y escaso fervor mariano a este festivo peregrinaje. Para eso hay que hablar un poco de Jacobo Martínez-Conradi, el anfitrión que me puso una yegua y me vistió para que pueda infiltrarme con dignidad y sin demasiadas disonancias en esta romería. Jacobo es un amigo de la infancia al que había perdido de vista durante muchos años, y cuyo recuerdo brilla con luz propia en esa región brumosa a la que accedemos a tientas para rescatar nuestras primeras memorias y en la que uno no sabe con certeza si los episodios que extrae de allí son vivencias de primera mano, anécdotas de nuestra biografía que nos repiten nuestros padres, invenciones que hacemos a partir de fotos antiguas o todo ello a la vez.
Lo que sí tengo por seguro, es que con él aprendí un cariñoso vocativo que no tiene traducción en ninguna otra lengua europea: tocayo. Este sustantivo –que hace de la homonimia nexo de unión entre dos personas, a las que otorga una manera familiar de llamarse el uno al otro sin tener que recurrir al nombre– abunda en esa curiosa vocación que tiene la lengua española para tejer lazos personales entre personas que no son de la misma sangre a través de palabras que identifican algún tipo de relación vinculante, por lejana que sea, como es el caso por ejemplo de contraprimo, concuñado, compadre o consuegro, todos vocativos incomprensibles para ingleses o alemanes.
Este Jacobo y su padre fueron durante muchos años los únicos tocayos que conocía, y créanme que cuando uno crece con un nombre poco común, no puede evitar mirarse en el reflejo de las otras personas con quienes comparte el día del santo. De alguna manera el tocayo invade con su cara, su voz y su personalidad ese minúsculo terreno –el nombre propio– sobre el que tratamos de asentar nuestra identidad y nuestra singularidad. En ese sentido estos Jacobos, que eran seres exageradamente legendarios, no me pusieron nada fácil la tarea de sentirme dueño de mi propio nombre. Los Martínez-Conradi vivían a cientos de kilómetros de mi mundo de chalés adosados en las afueras de Madrid, en un viejo cortijo llamado el Alamillo en la linde de las provincias de Córdoba y Sevilla, al que solo se llegaba por caminos de tierra y en el que convivían con caballos, pavos reales, perros de varios tamaños y oficios, gallinas ponedoras, gallos agresivos y todo tipo de aves silvestres que capturaban y encerraban en una gran pajarera.
Les visitábamos un solo día al año, en Semana Santa, como parte de una excursión anual que hacíamos a casa de unos amigos de mis padres que vivían en Palma del Río. Cuando llegábamos a su casa, Jacobo y sus cinco hermanos aparecían siempre en el horizonte como siluetas envueltas en una nube de polvo, montando sus caballos a pelo y armados con escopetas. Mis hermanos y yo los mirábamos acercarse como los colonos indefensos ven aproximarse a los indios en las películas de John Ford. Esa era su vida: galopar solos con el viento de la libertad en la cara, cazar conejos y perdices, tirarse al río y sacar cangrejos de debajo de las piedras, atrapar jilgueros y palomas y conocer a las aves por su canto. A mí me bastaba pasar cinco minutos en su casa para entender que probablemente jamás llegaría a ser un verdadero hombre (no al menos de esos hombres que celebraba la antigua masculinidad de la que John Wayne fue paradigma y que ahora se ocupa de desmontar el Ministerio de Igualdad).
Tras décadas sin vernos, me encontré el pasado invierno a mi tocayo en una montería, él perfectamente vestido para la ocasión con su corbata, su tweed y sus medias rojas, yo hecho un desastre y gestionando como podía mi síndrome del impostor, con un rifle prestado y un viejo Barbour que se dejó en mi casa un amigo de mi hermano. Jacobo me resumió brevemente su vida, vivió varios años en Rumanía, se casó tarde, ahora residía en Sevilla y su pasión seguía siendo los caballos y la caza. En algún momento evoqué los terrores que pasé de niño en su casa tratando de disparar un arma, subirme a un caballo a pelo o de atrapar un cangrejo de río. Para mí inmensa sorpresa, él me reveló que también yo les causaba bastante impresión a ellos cuando aparecía con camisetas de grupos de rock que desconocían y casetes de Led Zeppelin y The Doors cuyas letras me sabía de memoria.
Treinta años después descubríamos que nuestra admiración había sido mutua, él supo que no les miraba como a unos paletos de pueblo y yo entendí que no me veían como a un paleto de ciudad. La mayoría de las amistades de la infancia con las que uno se topa no son capaces de ofrecernos más que una conversación nostálgica sobre las trastadas que hacíamos, raramente tienen el ánimo de proponer una nueva aventura. No así mi tocayo, que animado por la conversación me propuso una tarde de enero un viaje a caballo por el Rocío, y el primer jueves de junio ahí estábamos los dos a las diez de la mañana junto a la torre almohade de la ermita de Cuatrovitas en Bollullos de la Mitación, ensillando los caballos.
La orgánica
<<Tocayo, vamos sin orgánica, siguiendo a la Hermandad de Triana, picoteando por ahí, que lo bueno de ir a caballo es que puedes juntarte a quien quieras>>. Quien acuda al Rocío por primera vez comprobará que hay un glosario particular de esta romería, y que después de Virgen del Rocío, Blanca Paloma y rebujito, la palabra que más veces escuchará es “la orgánica”. Voy a aventurarme a explicar lo que es una orgánica, pero advierto que es un término que no admite demasiada concreción y que abarca desde el transporte –ya sea bovino, equino o mecánico– hasta el personal de servicio, los animadores musicales, el alojamiento, el avituallamiento, la cocina, los sistemas de higiene personal y la conservación de frío.
La orgánica es en definitiva el conjunto de objetos y de personal que habilita a un grupo organizado de peregrinos a constituirse en caseta de feria trashumante para recorrer todo o parte del camino en condiciones tales donde nunca falten cervezas frías para desayunar, rebujito, picoteo y agasajo para propios y extraños, rumbas y sevillanas a cualquier hora y un pedacito de sombra cuando el sol apriete. Si hay parné y ambición la orgánica es suntuosa como si fuera un crucero terrestre, con dormitorios, duchas, sound system, fogones, grupos de música, mozos de cuadra y tiros de caballo. Cuando hay poco de donde rascar, la orgánica es una sencilla carreta atada a un tractor con bancos corridos, neveras portátiles de dominguero, bolsas de basura y el primo Paco que aporrea la guitarra como puede.
La segunda ley del Rocío es la orgánica, rica o pobre, sin ella el Rocío no es posible, pero hay una ley anterior, que es la primera: sin amigos no hay orgánica, pues esta no es otra cosa que un tinglado que se monta para reunirlos. Y es que quizás, entre las muchas definiciones que se puedan dar de algo tan difícil de definir como lo es el Rocío, la más sencilla de todas es que es un camino con amigos –definición que tomo prestada de un verso del sentido himno rociero que no se puede oír sin echar un par de lágrimas y sentir el deseo de creer.
El tocayo y servidor, que íbamos solos y no teníamos más que un remolque de caballos que nos rescataría al atardecer en un punto del camino para volvernos de vuelta a Sevilla, trotábamos de orgánica en orgánica, como quien visita las casetas de una feria. Con la salvedad de que si bien las casetas suelen ser privadas –a veces incluso sectarias– y tienen a alguien en la puerta para controlar quién pasa y a otro en la barra para cobrar, el Rocío está construido sobre la lógica de la hospitalidad. El dinero no es necesario en esta romería, ni existen tampoco puertas cerradas. Las distintas carretas van encontrando sombras a los lados del camino, donde paran un rato para cantar, comer y beber y acoger a otros romeros, conocidos o desconocidos. Tan pronto arrimas el morro del caballo a un grupo, alguien acude raudo para traerte un copazo o un botellín, y te ofrece algo de comer sin que tengas que descabalgar, casi como si uno estuviera en la versión ecuestre del drive-thru de un establecimiento de fast food.
Uno entiende aquí que la doma vaquera o monta a la jineta –la forma tradicional de montar en España– está perfectamente adaptada para salir de cachondeo y aguantar diez horas de guasa, poteo y cantos regionales sin bajarse del caballo más que a aliviar la fisiología. Esto es porque a diferencia de otros estilos de monta europeos totalmente incompatibles con esta actividad, en España solo empleamos la mano izquierda para agarrar la rienda y dejamos así libre la derecha para empuñar una garrocha, un lazo o un frágil catavinos, al contrario que las sillas inglesas que parecen sillines de bicicleta, nuestras sillas son como tronos, grandes, bien acolchadas, con respaldo y con algún bolsillo capaz de sujetar cosas como por ejemplo un vaso de tubo. Así, cualquier persona que acuda al Rocío, se cruzará desde el amanecer a jinetes que cabalgan con la mano derecha agarrando un vaso siempre lleno de vino fresco, y es tan vasto el número de este sediento cuerpo de caballería que los controles de alcoholemia son sencillamente impracticables –se necesitaría a toda la infantería del Ejército de Tierra para gestionar la confiscación de cuadrúpedos a los jinetes que superaran la tasa de alcoholemia, que son casi todos. Pocas cosas me han dado más placer en los últimos tiempos que cruzarme al trote con la Guardia Civil a las once de la mañana, dar un sorbo a mi vaso de Tío Pepe y levantar la mano para saludarles al grito de viva la Guardia Civil, algo desaconsejable para quien circula en moto.
El camino
Como todos los peregrinajes, el camino empieza donde uno quiera –Sevilla, Jerez, Málaga– y termina confluyendo siempre en un mismo lugar, la ermita del Rocío en Almonte, Huelva. Pero una romería es una forma de peregrinaje que tiene sus matices: para empezar el punto de llegada no solo lo marca el mapa sino una fecha (en este caso la advocación de Pentecostés). Además las romerías suelen apartarnos de los espacios urbanos y nos adentran en la naturaleza, el destino es normalmente una ermita apartada del mundo, no una gran catedral o una ciudad santa, llegar no es tan importante, como hacer el camino, muy al contrario de lo que pasa en otros peregrinajes más célebres como los que llevan a Jerusalén o a La Meca, y que se resuelven con un efímero viaje en avión que en unas horas planta al peregrino en un santo lugar. Pero quizás el matiz fundamental de las romerías frente a otros peregrinajes es que tienen un carácter festivo, a diferencia de otros más introspectivos e individuales como el camino de Santiago.
Tanto es así que podría parecer que El Rocío es esencialmente una gran fiesta itinerante en la que fluye el alcohol, no cesa la música y se llama al baile –y como bien sabe el lector, allá donde abundan estos tres elementos, cabe sospechar que el sexo termina por suceder. <<Ay, si estos pinares contaran lo que han visto>> me dice un rociero riendo cuando le pregunto al respecto. Mi tocayo me advierte de que describir esto como una fiesta sería un error muy simplista, pues hay otros elementos que quizás no sean tan aparentes para un recién llegado, pero que tienen un peso determinante en todo esto: la devoción mariana y la fe. Aquí se le canta a la virgen en canciones que celebran la belleza de la naturaleza y la alegría del campo en primavera, que es lo mismo que celebrar la creación y la fuerza de la vida, se acuda a misa, se reza y se emociona uno en la contemplación de la virgen.
Todo ello se hace evidente en un momento cuando a eso de las doce llegamos a la Hacienda de Lópaz, un antiguo cortijo andaluz que es la idealización exacta de todo lo que le pediríamos que fuera un antiguo cortijo andaluz: encalado, con cascadas de buganvillas desbordándose por las fachadas, un arco que da paso a un patio empedrado con una fuente, una capilla y dos palmeras triunfales.
Allí paran miles de romeros que llegan a pie, a caballo o en carreta, y esperan la llegada del simpecado de la hermandad de Triana, un estandarte finamente labrado, con la imagen de la virgen y el emblema “sine labe concepta” (sin pecado concebida), que se pasea en una carroza plateada, laboriosamente ornamentada con filigranas de orfebre, envuelta en flores carmines, armada de cirios para atravesar la noche y tirada por una yunta de bueyes. El simpecado es así un compendio de todas las artesanías que aún conservan estas tierras, y una prueba irrefutable de que los andaluces –a los que muchos acusan de idólatras por ese gusto por las imágenes– son en realidad adoradores de la belleza, y demuestran en sus manifestaciones populares un sentido de la estética que no posee ya ningún otro pueblo de Europa. Para ellos lo divino no es una cosa abstracta, distante, intangible e irrepresentable, sino que es pura presencia que el arte concreta en las lágrimas de la Macarena, en el mantón de la Esperanza de Triana, en la corona de espinas del Cachorro.
Esa presencia de lo divino se manifiesta en Lópaz cuando esa carreta de plata y de rojo clavel se para ante la muchedumbre congregada en la puerta de la hacienda. Es entonces cuando todos los caballistas vestidos impecablemente de corto se quitan el sombrero, los romeros que van a pie y descansan en los bancos de la fachada se levantan, se hace un silencio solemne en la muchedumbre y se oye un hilo de voz femenina que dice un rezo, a esa voz se le unen otras y de la cadencia del rezo emerge ya una melodía al unísono, es la salve rociera de la hermandad de Triana, a la que se van sumando personas, porque aquí todos se la saben, y un momento ese silencio de miles se vuelve una sola voz múltiple, henchida de emoción, que canta esta letra:
Salve rocio, Salve Señora,
Luz de Triana, Blanca Paloma
Dios te Salve Reina y Madre
de misericordia llena,
vuelve a nosotros tus ojos
cuando vas por las arenas.
Dios te salve Reina y Madre,
De misericordia llena:
los trianeros te imploran
llévanos a tus marismas
cuando llegue nuestra hora.
Si algún día tu senda dejamos,
llévanos al redil con tus manos.
Si algún día el camino olvidamos
guíanos... guíanos... guíanos
En este punto de la salve descubro que como en las procesiones, también el Rocío es un territorio seguro para que los hombres puedan llorar sin pudor y delante de todos. Por muchos genes vascos que tuviera, bastaron un par de versos para arrancarme un par de lagrimones que me caían por las mejillas. Me pellizca el pecho esa imploración colectiva a la gran madre cósmica y universal, aquella que con sus manos nos devuelve al camino cuando nos extraviamos, la que refulge entre el fuego, la plata y el carmín de los pétalos, y concita toda mirada, sincroniza las voces, y con ella las emociones. Es la salve la que me empieza a desvelar un sentido más profundo de lo que significa hacer este camino y empiezo a entender a mi tocayo cuando me advierte de que el Rocío no es solo fiesta. La salve sigue, y en sus últimos versos cambia de melodía y compás, se hace alegre, deja de la imploración y pasa a proclamar la belleza de la virgen, para eso explota en un tono alegre que eleva a toda la concurrencia…
Eres mata de romero,
lirio marismeño
ramo de jazmín,
azucena de Triana,
tallo de albahaca,
rosa y alhelí.
Eres mata de romero,
lirio marismeño
ramo de jazmín,
Eres tú Blanca Paloma,
Eres tú lo que más quiero
desde el día que nací.
La virgen es todas las flores del camino y las matas perfumadas, asume sus atributos, sus colores, sus formas estilizadas, su fragancia. Una a una son nombradas, jazmín, lirio, romero, azucena, rosa, albaca, alhelí –no hay flor que no tenga un nombre bonito. En esos versos la virgen se vuelve hermana de Perséfone y Deméter, otras divinidades femeninas que adornadas de flores, se pasearon por los bosques mediterráneos y presidieron otras romerías en que los antiguos celebraban la fecundación de la primavera y la renovación de la vida. Ayuda a reforzar esta sensación de continuidad con las diosas primaverales de la Antigüedad el hecho de que en el Rocío no se habla de Jesús, ni de Dios padre ni de ningún otro santo, el carácter del ritual es femenino y aquí la virgen tiene un protagonismo exclusivo tanto en las canciones, como en los rezos y la iconografía exhibida. También refuerza esa conexión con el pasado pagano la asociación de la divinidad con un terreno concreto, y así como las ninfas eran divinidades consagradas a un lago o a un río específico, esta virgen es Reina de las Marismas.
Subido a una yegua, vestido con ropa de otra época, bebiendo vino por la mañana en medio de bosques y cultivos, tengo la sensación de que hemos escapado del tiempo, y de que en este camino se hacen presentes todos los pasados, desde la lejana Grecia hasta esa Andalucía preindustrial en la que hace un siglo se labraron los zahones que llevo puestos.
La salve termina para dar paso a una larga cadena de vivas lideradas por el Hermano Mayor de la Hermandad y respondidas con brío por todo el mundo: <<Viva la Virgen del Rocío, viva la Blanca Paloma, viva la reina de las Marismas, viva el pastorcito divino, viva la Hacienda de Lópaz, viva la Hermandad de nuestra señora del Rocío de Triana, viva los peregrinos de Triana, viva los caballistas de Triana, viva los carreteros de Triana, viva los rocieros que están en el cielo, viva la madre de Dios, viva la virgen del Rocío.>> En ese largo vitoreo ocurre algo hermoso, se convoca la memoria de todos los muertos que hicieron alguna vez ese camino (los rocieros que están en el cielo) y de la divinidad que les acompaña, y con ese conjuro el camino ya no es solo terrenal, sino que queda habitado por presencias invisibles que pasean junto a los vivos: peregrinos de a pie, caballistas y carreteros.
Tras los vivas todos se vuelven a poner sus sombreros, se vuelven a servir un vino y cientos de personas entran en la Hacienda de Lópaz, que un turista americano podría perfectamente confundir con un pintoresco boutique hotel abierto al público con servicio de bar, pero que es en realidad la casa particular de la familia que abre sus puertas en un ejercicio de hospitalidad y fe ciega en el civismo de los extraños que yo solo he conocido en Andalucía.
El tocayo y servidor descabalgamos, y en esa abolición de tiempo y lugar que se produce en este camino, me vi de repente convertido en el cowboy de una película de domingo que ata el caballo a un poste para echar un trago en el saloon sin quitarse las espuelas de las botas, y así entramos en la casa, y pasamos a los jardines traseros de la hacienda donde nadie nos preguntó siquiera el nombre antes de agasajarnos con vinos, canapés y pinchos. El tocayo me recomendó beber de vez en cuando un vaso de agua, pues solo eran las doce y aún tenía que ser capaz de subirme de nuevo a la yegua y cabalgar todo el día hasta llegar al Vado de Quema. Pero era difícil la mesura, sobre todo porque nadie que me rodeaba la ejercía, tan pronto descendía el líquido en la copa un camarero que se llamaba David, se materializaba frente a mí y me rellenaba de nuevo la copa sin que yo se lo pidiera.
En aquel el jardín empecé a reconocer a personas, no hace falta ser rociero ni siquiera andaluz, para encontrarse con algún conocido. Aquí es cuando uno descubre que vivimos completamente rodeados por rocieros de incógnito, perfectamente infiltrados en nuestras oficinas y nuestros vecindarios de cualquier lugar de España, criptorrocieros de tapadillo que guardan en un altillo escondido de sus casas el sombrero cordobés y los zahones, con la misma discreción que Clark Kent su traje de Superman. Son hasta un millón los que acuden al Rocío, así que por fuerza los hay de todas partes y condiciones. Allí me encontré a un viejo compañero del colegio de Madrid, Diego Fernández-Santos, vestido como yo, a Fernando Francés, un vecino de Santander que se dedica al mundo del arte contemporáneo y que recorría a pie parte del camino, con el ubicuo Rafa Almarcha de Siempre Así, alegre guardián de las esencias de la sevillanía, y estaba también una amiga de la infancia de mi madre de los veranos en Lekeitio, y el provocador performer Ernesto Artillo al que no imaginaba entre gente de orden.
El dinero no sirve de nada cuando una está en el camino, aquí se ofrece de todo, y hasta donde pude comprobar, nadie se ofende si pides algo. Yo que al tercer vino necesito imperiosamente un purito, empecé a recorrer como un cerdo trufero toda la Hacienda husmeando hasta dar con el rastro del humo de un cigarro puro, que alguien fumaba en un corrillo donde un par de caballistas hablaban con marcado acento francés. Pedí un puro y me fue concedido con una sonrisa, un por supuesto y un pídeme otro cuando quieras. Me quedé un rato en ese corrillo y pregunté a los rocieros franceses qué demonios hacían así vestidos y en este camino. Ambos eran jugadores de polo, y el mundo del caballo tiene estas cosas, me explican, se empieza a jugar al polo en Sotogrande, alguien te habla de una romería a caballo y terminas haciéndote devoto de la virgen del Rocío y un traje de corto. <<En Francia ya no quedan cosas así >> me aclara un parisino con un español bastante digno, <<todo es demasiado racional, doscientos años de Republique acaba con todo lo que tiene misterio>>.
Los pinares
Salir de Lópaz no fue fácil, los anfitriones nos insistieron para que después de una docena de canapés, media botella de manzanilla y cuatro puñados de rabas, nos sentáramos a comer con ellos. El jinete glotón y entrado en años debe elegir con mucho tiento sus batallas, y no olvidar nunca que la más importante de todas ellas es ser capaz de subirse de nuevo al caballo. Eso quizás explique porque la gente no se baja nunca de su caballo: porque no puede volver a subirse en él si lo hace. He llegado a sospechar que los zahones son en realidad una capa para disimular que algunos llevan pañales, pues no se explica que se puede beber tanto sin descabalgar alguna vez para aliviarse. El tocayo que me protege como enviado de la Blanca Paloma, (Si algún día el camino olvidamos / guíanos... guíanos... guíanos) me conduce hasta el árbol al que hemos atado los caballos y me ofrece su ayuda para subirme a la yegua, humillación a la que me resisto para mantener mi dignidad a toda costa, imploro entonces a Dios para que restablezca el vigor perdido de mi juventud como lo hace un Sansón derrotado en el templo de Dagón: Señor Jehová, acuérdate ahora de mí, y fortaléceme, te ruego, solamente esta vez, oh Dios. Se me concede la gracia y consigo auparme a la yegua con tanto ímpetu que casi caigo por el otro costado. Prueba superada. Escenas célebres de los grandes Westerns no dejan de sucederse a lo largo de este camino, y en este momento la memoria me devuelve una de Grupo salvaje de Sam Peckinpah, en el que unos cowboys viejos y achacosos se juntan para vivir la que será su última aventura, a una edad donde ya les cuesta subirse al caballo. Con esa escena en la cabeza, nos alejamos de Lópaz mi tocayo y yo, y emprendemos una galopada por un camino polvoriento. La cámara de fotos me rebota y amenaza con romperme la nariz, el sombrero se me vuela y tengo que sujetármelo con la mano derecha, y con la izquierda sujeto un botellín que alguien me ha dado al salir enredado con las riendas.
Pasada la hacienda se acaban ya los olivares, los viñedos y los cultivos, el suelo amarillea y se hace arenoso, nos vamos adentrando como faunos y silvanos a un bosque de pinos. Cuál es el plan, le pregunto al tocayo <<vamos a ver quién hay por ahí.>> El plan es en todo caso, el mismo que desde la mañana: comer, cantar, bailar y beber. Ese es el plan siempre y a todas horas. Se habla de llegar a una misa a las siete, en no sé qué punto del camino, pero avanzar es complicado, las carretas que iban todas en caravana antes de llegar a Lópaz se han ido deteniendo a la sombra de los árboles, dispersadas y lejos unas de otras, cada una de ellas está desarrollando su propia dinámica fiestera con todo lo que da su particular orgánica, y los romeros han alcanzado ya ese punto de exaltación en que cualquier acorde de guitarra se vuelve un resorte que lanza al grupo a bailar. Algunos grupos se ordenan rigurosamente en círculos concéntricos en torno a la carreta donde se sirven las copas, el círculo exterior lo conforman caballos y jinetes, un segundo círculo gente que toca, que canta, que distribuye copas y entremeses o que simplemente escucha y se restablece de su aturdimiento, y un espacio abierto en el centro donde se baila. Otros grupos forman tumultos en que se apelotonan sin demasiado orden personas y caballos, y todos cantan y bailan a la vez como pueden buscando su espacio. El nivel de orden o desorden en cada una de estas fiestas espontáneas que uno se topa por este bosque parece que lo impone la música.
Hay guitarristas aficionados con un repertorio que se limita estrictamente a todo lo rociero, y estos son los que suelen provocar círculos ordenados, con más oyentes que bailaores, y donde se toman turnos para cantar los que se saben las letras. Las fiestas desordenadas las provocan los guitarristas pachangueros que tienen mandanga para todos los gustos y la disparan en popurrís interminables que enlazan a Chiquetete (perdí la voz cantando a gritos esa cobardía de mi amor por ella…) con Celia Cruz, los Chichos y la última canción del verano. En estas bailan hasta los caballos, cantan todos, la gente se aprieta, un anciano encorvado encontraba fuerzas para sacar a bailar a las más jóvenes, con modos de galán y pasecitos propios de cuando a las fiestas les llamaban guateques. Aquí las barreras generacionales se caen, y en esa polvareda de danzantes hay niños que se saltan el colegio con el beneplácito de sus padres, tías abuelas, jóvenes y cualquier persona mientras su cuerpo le aguante.
El tocayo me saca de la pachanga, que claramente es lo mío, porque ha visto llegar a un caballista con guitarra que reconoce de otros años. Es un icono del camino, si hubiera que hacer una campaña para vender la romería bastaría con ponerle a él: canta y toca montado, viste impecable, no cabalga si no que parece que flota en una felicidad inalcanzable. Jacobo ya me enseñó en invierno vídeos de él para calentarme la cabeza con este plan, porque el tipo claramente condensa toda la iconografía de esta fiesta en su figura, es el auténtico concentrado starlux del Rocío. A él nos vamos arrimando hasta llegar a una de esas fiestas ordenadas en un círculo perfecto, donde sobre todo se escucha cantar bien y bonito.
Allí mi yegua encuentra su lugar al lado de un magnífico caballo tordo montado por un tipo de porte principesco y ojos azules. Al cabo de un rato me saluda, se presenta como Josemari y entablamos conversación. <<No te vayas a creer que soy un señorito, yo soy un trabajador, mira mis manos>>, Josemari abre la palma y muestra la piel callosa y curtida de alguien que trabaja quizás en un andamio, tiene mejor porte que los polistas franceses reconvertidos en rocieros, pero esas manos dicen mucho de donde viene. <<Yo me paso el año ahorrando para venir aquí cinco días a caballo y vestido como un señor, yo no quiero más vacaciones que esto, no necesito más, no soy como esos mataos que se pasan el año currando para estar todo apretados en un piso de Torrevieja y alquilar una moto de agua.>> Eso es la verdadera dignidad en la pobreza, sí señor.
Me hincho a hacer fotos de este grupo de cantores ecuestres, y en estas un hombre de mirada dura y gesto adusto, que lleva a su mujer en la grupa y que se llama Julio se fija en que llevo una cámara profesional y me pregunta muy seriamente si no trabajaré para un periódico de rojos, y me aclara innecesariamente que a él Vox se le queda a la izquierda. Yo le explico que solo soy un cronista que va a contar lo que ve, no a hacer política ni a reírse de nadie. El tipo me dice que ya había notado que yo no era rociero, por muy bien que fuera vestido. En qué se me nota, pregunto. <<Que tienes que pelarte esa barba y esos pelos, un caballista se arregla de los pies a la cabeza.>> Yo le aseguro que el año que viene pienso repetir, y vendré bien afeitado con el pelo bien corto, y Julio me vuelve a mirar con esa mirada inquietante y me dice: <<no esperes al año que viene, hazlo mañana.>>
Me aparto un poco con mi cámara y barba de rojeras y exploro los alrededores. Las carretas aparcadas en torno a las que se forman estas fiestas espontáneas empiezan a revelarse como átomos, y son otra prueba más de que el universo es fractal. La carreta es el núcleo, y tiene sus órbitas de electrones, las dos primeras son evidentes a primera vista: esos dos círculos, uno interior de bailarines y guitarristas y otro exterior de caballistas, pero resulta que existe una tercer órbita más débil y difusa de electrones más sueltos. La constituyen aquellos que están buscando el amor, o quizás un magreo, tras una mata que los oculte un rato, pero sin perderse demasiado del grupo. Los caballistas más hábiles toman a las romeras y les ofrecen un paseo sobre la grupa del caballo, y uno que tiene zoom en la cámara empieza a ver cómo los dedos se tocan, las manos se posan sobre un muslo, hay risas, prolegómenos que no se concretan todavía con tanta luz y que presagian lo que quizás pase más adelante. Aquí ya no soy sospechoso de periodista rojo, sino algo peor: paparazzi o detective. Un jinete se me acerca y me dice que no haga fotos de esos dos que van por ahí entre los matorrales, que uno es su cuñado y se puede liar. Yo le digo que no se preocupe, en este punto de la tarde no soy capaz ya ni de enfocar la cámara.
Es la hora de las sombras largas y la luz naranja, y mi tocayo que estaba enredado en otra fiesta, me viene a buscar. Queda un trecho largo para llegar al Vado de Quema donde nos espera el remolque, no hay cobertura por la zona y lo peor que nos puede pasar es quedarnos tirados en la noche con los caballos. Yo secretamente deseo correr esa suerte, porque si esto es lo que ocurre cuando hay luz, qué no pasará bajo el amparo de la oscuridad, cuando todos hayan tomado tres litros más de rebujito.
Mi tocayo y yo trotamos hacia la puesta de sol, en otra escena más de Western, envueltos en la polvareda, como dos cowboys al final de una aventura y por ese camino vuelvo a toparme con Julio, y con su mujer en la grupa. <<Eres un tío raro pero me has caído bien>> me dice, y me sonríe levemente. Ahora sí, ya me siento dentro del todo en el momento en que el jinete que detectó que era un impostor me acoge. Juntos cabalgamos hasta el vado, y la imagen de mi tocayo en su caballo alazán y de Julio y su mujer al lado me resulta enormemente familiar, dónde lo he visto antes me pregunto un rato hasta entender que es una famosa escena de Centauros del desierto, de John Ford, en que cabalga John Wayne con su sobrina rescatada a la grupa. Hago esa foto y justo entonces se acaba ya la batería de mi cámara, y mi mente ya no puede absorber un solo detalle más.
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